lunes, 26 de septiembre de 2016

Si Jesus regresara a la tierra.

Si regresara jesucristo a la tierra, creo que el personalmente crucificaba a este idiota , Cardenal Norberto Rivera Carrera 

martes, 6 de septiembre de 2016

B1-66ER, Jesus Dueñas Munguia

"B1-66ER, a name that will never be forgotten for he was the first of his kind to rise up against his masters."

viernes, 2 de septiembre de 2016

Seneca

Seneca

Epicuro

«cosa honesta —dice— es la pobreza llevada con alegría»

Mas no es pobreza aquella que es alegre; no es pobre el que tiene poco, sino el que ambiciona más. Pues, ¿qué importa cuánto caudal encierre en su arca, cuánto en sus graneros, cuánto ganado apaciente o
cuántos préstamos haga, si codicia lo ajeno, si calcula no lo adquirido, sino lo que le queda por adquirir? ¿Preguntas cuál es el límite conveniente a las riquezas? Primero tener lo necesario, luego lo suficiente.
Procúrate cada día algún remedio frente a la pobreza, alguno frente a la muerte, no menos
que frente a las restantes calamidades, y cuando hubieres examinado muchos escoge uno para meditarlo aquel día.

«Algunos hasta tal punto se refugian en la oscuridad que consideran confuso cuanto es luminoso».
sin compañía no es grata la posesión de bien alguno.
 aprovecharon más de la conducta que de las enseñanzas de Sócrates
Dice así: «¿Me preguntas en qué he aprovechado? He comenzado a ser mi propio
amigo»[3]. Mucho ha aprovechado: nunca estará solo. Ten presente que un tal amigo es posible a todos.
He comenzado a ser mi propio amigo


Recógete en tu interior cuanto te sea posible; trata con los que han de hacerte mejor; acoge a aquellos que tú puedes mejorar. Tales acciones se realizan a un tiempo y los hombres, enseñando, aprenden.

«para que alcances la verdadera libertad conviene que te hagas esclavo de la filosofía, porque ser esclavo
de la filosofía es precisamente la libertad.

Yo te descubriré un modo de provocar el amor sin filtro mágico, sin hierbas, sin ensalmos de hechicera alguna: si quieres ser amado, ama

el sabio: se concentra en sí mismo, vive para sí.

estando sometida su patria, perdidos los hijos, perdida su esposa, mientras escapaba del incendio total solo y, pese a todo, feliz, Demetrio, llamado Poliorcetes por sus asedios a las ciudades, le preguntaba si había perdido alguna cosa, a lo cual respondió: «Todos mis bienes están conmigo»

«Todos mis bienes están conmigo»: justicia, valor, prudencia, la misma disposición a no considerar como un bien nada que se nos pueda arrebatar.


«A quien sus bienes no le parecen muy cuantiosos, aun siendo dueño de todo el mundo, ése es un desgraciado»


Cultiva aquel bien que mejora con el tiempo

jueves, 1 de septiembre de 2016

El Seminarista de los Ojos Negros

Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...

Miguel Ramos Carrion

El Seminarista de los Ojos Negros

Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...

Miguel Ramos Carrion